Pues claro que ´esto´ es el islam
elmanifiesto.com
Pues claro que ´esto´ es el islam
JOSÉ JAVIER ESPARZA
Cada
vez que un atentado yihadista enciende las conciencias, una ola de
comentaristas bienintencionados acude rápidamente a aplacar los ánimos
advirtiéndonos de que “esto no es el islam”. Se diría que el argumento
forma hoy parte del repertorio imprescindible del poder. Y tan denso es
el bombardeo que una nube de humo termina ocultando al sujeto del
crimen. Estamos ante un mal sin nombre. Un fantasma.
¿Islamistas? No: terroristas y punto.
¿Musulmanes? No, de ninguna manera. Es verdad que los asesinos dicen ser
musulmanes, sí, que gritan “Alá es grande” y que justifican sus
crímenes en nombre del islam, pero “esto no es el islam”. Es “la
barbarie contra la civilización”, es “el fanatismo contra los valores
universales”, es “la religión contra la razón” y es “la opresión contra
la democracia”, pero no es el islam. El islam auténtico, al parecer, no
es el que los islamistas enarbolan, sino el que abanderan nuestros
políticos, nuestros opinadores televisivos y nuestros pensadores de
guardia (ninguno de los cuales, por cierto, es musulmán). El islam
verdadero –insisten- es una religión de paz, los musulmanes son las
primeras víctimas del terrorismo, ellos son los más perjudicados por la
violencia y nada sería peor que caer en la “islamofobia”, nuevo
sambenito infamante para el disidente. Peso de plomo.
¿Y qué es el islam?
Sin embargo, cualquiera que conozca con una
mínima profundidad la problemática del islam sabe que “esto” –el
yihadismo- es inequívocamente el islam. El islam es una religión de paz,
sí –a ratos-, pero también es, y con la misma intensidad, una religión
de exterminio del prójimo. El islam es una forma de espiritualidad, sí,
pero también es, y aún con más intensidad, una teología política que
impone un estricto marco jurídico-político al nombre de Dios. El islam
es la predicación y la palabra –la dawa-, pero también es el combate y
la imposición violenta de la fe: el qital y, al cabo, la yihad en su
acepción bélica. El islam es el Corán espiritual de La Meca
y el Corán tiránico de Medina, la misericordia de Alá y el fuego para
el infiel, el Mahoma que apacigua los espíritus y el que ordena
asesinatos y esclaviza a las mujeres de los vencidos.
El islam es todo eso a la vez y sin
contradicción, o más precisamente, con una contradicción que forma parte
de su misma esencia. El islam, que sinceramente aspira a la paz del
mundo en el seno de Dios, es sin embargo la expansión de la fe a sangre y
fuego y, enseguida, la guerra a muerte entre suníes y chiíes, así como
la perpetua y cruenta búsqueda de un califato que pueda proclamarse
digno sucesor –eso es lo que significa “califa”- del Profeta y su
herencia. El islam es el honrado tendero de Montreuil que se horroriza
ante los crímenes de París, Beirut o Mosul, claro que sí, pero es
también el canalla que corta cabezas en Libia o se hace estallar en
París. Es el que mata en Bagdad y es el que muere en Bagdad. Es el
Averroes que medita sobre Aristóteles y es también el mismo Averroes que
explica qué saquear y qué no, a quién esclavizar y a quién no, en sus
lecciones sobre la yihad.
El islam adolece, desde sus inicios, de una
serie de problemas estructurales que han determinado su historia y su
presente. Primero: como es una verdad revelada de una vez para siempre a
un hombre concreto, la doctrina ha quedado congelada en el siglo VII.
¿Y no hay reflexiones e interpretaciones posteriores? Sí: muchas y muy
notables. Pero ninguna de ellas tiene más valor que otra y, en todo
caso, no puede marcar una evolución del corpus original. ¿Por qué? Por
el segundo problema estructural: la ausencia de un clero consagrado que
actúe como depositario e intérprete de la doctrina. Mahoma, en efecto,
no instituyó nada semejante a un clero, y eso que en occidente llamamos
“clérigos musulmanes” no son propiamente tales, sino tan sólo fieles
particularmente versados en las escrituras y en las escuelas clásicas de
interpretación. ¿Hay entonces interpretación? Sí, pero no exactamente
teológica, sino esencialmente jurídica, es decir, cómo aplicar a las
circunstancias de la vida cotidiana los preceptos coránicos y la sunna,
que son los dichos y hechos atribuidos al Profeta. En el chiísmo, por
sus especiales características, sí existe algo semejante a un clero,
pero sin las atribuciones sagradas del clero cristiano, por ejemplo. ¿Y
es posible organizar la vida pública cotidiana en torno a unos textos
religiosos? En el islam no sólo es posible, sino que es obligatorio,
porque se trata de una construcción total, que aspira a organizar el
cielo y la tierra en torno a una única verdad revelada, y donde no
existe separación de esferas entre lo religioso y lo político, entre
Dios y el César. Y este es precisamente el tercer problema estructural
del islam.
La perpetua tentación salafista
Como no hay evolución doctrinal legítima ni
un estamento autorizado para guiarla, ni existe separación entre el
orden político y el religioso, cada convulsión política trae consigo una
convulsión religiosa, y viceversa. El argumento de la “pérdida de la
pureza originaria” es una constante en el islam cada vez que la realidad
política o social se aleja del texto fundacional coránico. De esta
manera, el fundamentalismo, que aquí es el retorno no sólo a los
fundamentos, sino también al ejemplo de los fundadores –eso es el
llamado “salafismo”-, se convierte en una constante a lo largo de toda
la historia del islam. Fueron salafistas los almorávides y los almohades
que invadieron España durante la Edad Media, por ejemplo.
Salafistas son también los teóricos del “retorno a la pureza” en el
islam moderno. El wahabismo saudí es un salafismo convertido en doctrina
de Estado. Y lo es también el integrismo de los Hermanos Musulmanes.
Eso que hoy llamamos “islamismo” no es un accidente en el despliegue
histórico del islam, al revés: es una constante. Y siempre –siempre- ha
venido acompañado por el yihadismo, esto es, por el recurso a la
violencia para imponer su fe, incluida la violencia contra los propios
mahometanos. El problema es que, con los textos originarios en la mano,
nadie podrá acusar al violento de blasfemia ni herejía.
Lo que hoy estamos viviendo –desde el 11-S de
2001, si se quiere poner una fecha- no es en absoluto nuevo. Cambian
los nombres y las circunstancias, pero no las fuerzas que mueven el
perpetuo proceso del islam contra el mundo y contra sí mismo. Por
utilizar esta figura, nos hallamos ante una triple guerra, una dentro de
otra: una, la guerra civil entre suníes y chiíes; dos, la guerra que el
islam salafista, hoy como ayer, declara a los poderes musulmanes a los
que juzga tibios o apóstatas; tres, la guerra que el islamismo declara a
los no musulmanes, a los infieles. El Estado Islámico, aún más que Al
Qaeda, ha sabido ponerse en el centro de esas tres guerras, y gracias a
eso ha alcanzado una proyección inaudita en muy pocos años. Pero el
Estado Islámico no es más que un epifenómeno. Terrible, sí, pero
secundario, derivado de otro fenómeno mayor. Hoy podremos acabar con el
EI, con los restos de Al Qaeda y con las milicias yihadistas que operan
en Somalia, Libia o Nigeria, pero la exasperación integrista forma parte
sustancial del islam y eso es algo que sólo los musulmanes pueden
cambiar. Hoy como ayer. La gran novedad respecto a otros momentos
históricos es que, esta vez, la explosión se produce en suelo europeo.
El verdadero enemigo
¿Y cómo hacer frente al islamismo desde fuera
del islam, desde las sociedades europeas? Ante todo, identificando sus
causas. Primero, el mecenazgo saudí –wahabista- de innumerables
mezquitas en Europa, que ha difundido por todas partes una
interpretación fundamentalista del islam. Junto a eso, la explosión de
la inmigración musulmana en los últimos quince años, que ha configurado
en nuestras comunidades una realidad social específica, con identidad
propia, que ya no se reconoce en el marco de convivencia europeo. Y
además, las convulsiones que el propio islam vive a partir del enésimo
“revival” del yihadismo (desde los Hermanos Musulmanes hasta Al Qaeda y,
hoy, el Estado Islámico), convulsiones que llegan a Europa provocando
una radicalización victimista de las comunidades islámicas. Esa
radicalización no genera automáticamente la aparición de terroristas,
pero sí crea un caldo de cultivo adecuado para que surjan
predisposiciones violentas y, sobre todo, para que el resto de la
comunidad musulmana soporte, comprenda o incluso justifique el
terrorismo. Si a todo eso le añadimos la desquiciada política
norteamericana respecto a Oriente Próximo y una crisis económica que ha
frustrado muchas expectativas, tendremos una combinación propiamente
explosiva.
¿Conclusiones? Primero: hay que identificar
bien al enemigo. Que no es sólo el Estado Islámico, sino, más
extensamente, el fundamentalismo salafista. Segundo, y en consecuencia:
es preciso extirpar el salafismo de Europa, lo cual pasa inevitablemente
por controlar a las comunidades musulmanas en nuestro suelo. ¿Vigilando
y expulsando a los predicadores de la yihad? Por supuesto. Pero, ojo:
esto quiere decir que no se podrá vencer al yihadismo sin actuar sobre
las comunidades musulmanas que viven en Europa. “Actuar” no quiere decir
necesariamente “reprimir”. Sin duda será preciso tomar medidas
coercitivas, pero sería mucho mejor que fueran medidas cooperativas: que
los propios musulmanes separen el trigo de la cizaña. ¿Es posible? Sí,
¿por qué no? Ahora bien, tampoco con esto bastará si, al mismo tiempo,
mantenemos la puerta abierta a la entrada indiscriminada de millones de
inmigrantes musulmanes (hasta diez millones, dicen los alemanes) que
crearán una situación simplemente incontrolable.
Hay que afrontar la realidad: el islamismo
radicado en Europa ha arruinado el sueño moderno de una Cosmópolis sin
identidad, que es lo que late en la construcción europea desde
Maastricht. Tenemos frente a nosotros a un “otro” absoluto que es
insoluble en nuestro sistema de valores. Ahora sólo hay dos opciones: o
negar la evidencia, seguir diciendo “esto no es el islam” y empecinarnos
en nuestro discurso universalista, como hacen nuestros mandamases, o
rectificar el rumbo. Esta segunda opción abrirá la puerta, con toda
seguridad, a cambios quizá traumáticos en nuestra manera de organizar
las sociedades europeas. Pero la primera vía sólo conduce al suicidio.
Hay que elegir.
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