Una breve lección de historia para el ‎primer ministro canadiense ‎Justin Trudeau


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Una breve lección de historia para el ‎primer ministro canadiense ‎Justin Trudeau, por Michael Jabara Carley

 

 

El 23 de agosto de 2019, el gabinete del primer ministro canadiense divulgó una declaración ‎en ocasión del «Día de la cinta negra», conmemoración nacional establecida en 2008-2009 por ‎el Parlamento Europeo en recuerdo a las víctimas del «totalitarismo» fascista y comunista y de ‎la firma, en 1939, del Pacto de No Agresión entre Alemania y la Unión Soviética, comúnmente ‎llamado «Pacto Ribbentrop-Molotov». Varios movimientos políticos de centro-derecha en el ‎seno del Parlamento Europeo, así como la Asamblea Parlamentaria de la OTAN, lanzaron y ‎respaldaron la idea de esta conmemoración. En 2009, durante su reunión en Lituania, la ‎Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) adoptó una resolución ‎‎«comparando los papeles que desempeñaron la URSS y la Alemania nazi en el ‎desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial». ‎
La declaración del primer ministro canadiense Justin Trudeau sigue esa línea. Veamos algunos ‎pasajes: ‎ ‎
«El Día de la cinta negra marca el sombrío aniversario del Pacto Ribbentrop-Molotov». ‎Firmado entre la Unión Soviética y la Alemania nazi en 1933 para dividir Europa central y ‎oriental, ese pacto tristemente célebre abrió el camino a las espantosas atrocidades ‎perpetradas por esos regímenes. Durante los años posteriores, los regímenes soviético y ‎nazi despojaron países de su autonomía, forzaron familias a huir de sus hogares y ‎desgarraron comunidades enteras, principalmente comunidades judías y roms. ‎Provocaron sufrimientos inmensos en toda Europa mientras que millones de personas ‎eran asesinadas sin razón o privadas de sus derechos, de sus libertades y de su dignidad.» ‎‎ [1]‎
Se supone que esa declaración resume las causas y el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, ‎pero en realidad sólo ofrece una parodia de lo que realmente aconteció en los años 1930 y ‎durante los años de la guerra. Se trata de una «historia falsificada» por razones políticas. Es, ‎en realidad, toda una red de mentiras. ‎
Comencemos por el principio. En enero de 1933, el presidente Paul von Hindenburg nombra a ‎Adolf Hitler canciller [jefe de gobierno] de Alemania. En pocos meses, el gobierno de Hitler ‎declara ilegales los partidos comunista y socialista alemanes y comienza a instaurar un Estado de ‎partido único. Gracias al Tratado de Rapallo, firmado en 1922, el gobierno soviético había ‎mantenido hasta entonces relaciones correctas o tolerables con la Alemania de Weimar. Pero ‎el nuevo gobierno alemán renuncia a esa política e inicia una campaña de propaganda contra la ‎Unión Soviética y sus representantes diplomáticos, comerciales y de negocios que trabajan en ‎Alemania. Los nazis perpetran en ocasiones actos de vandalismo contra instalaciones ‎comerciales soviéticas y golpean brutalmente a sus empleados. ‎
En Moscú, saltan entonces las alarmas. Diplomáticos soviéticos, principalmente el comisario del ‎pueblo para los Asuntos Exteriores, habían leído el libro de Hitler, Mein Kampf. Convertido en un ‎éxito de librería en Alemania, Mein Kampf era un objeto indispensable para adornar la ‎chimenea o la mesa del salón en todo hogar alemán. Para aquellos que lo ignoran, en Mein ‎Kampf los judíos constituyen –junto con los eslavos– la categoría de los Untermenschen, ‎subhumanos destinados únicamente a la esclavitud o que ni siquiera merecen vivir. Pero ‎el genocidio nazi no iba a dirigirse sólo contra los judíos. Los territorios soviéticos al este del ‎Ural también debían ser propiedad de los alemanes. Francia también estaba entre los enemigos ‎naturales que habría que eliminar. ‎
‎«¿Y el libro de Hitler?» Litvinov hacía a menudo esa pregunta a los diplomáticos alemanes ‎en Moscú. Y estos respondían: «No hay que prestar atención a eso. Hitler no piensa realmente ‎lo que escribe.» Litvinov sonreía cortesmente pero no creía lo que le respondían. ‎
En diciembre de 1933, el gobierno soviético instaura oficialmente una nueva política de seguridad ‎colectiva y de asistencia mutua para resistir frente a la Alemania nazi. ¿Qué significaba realmente ‎aquella política? La idea del gobierno soviético era reconstituir las fuerzas de la Entente que ‎se habían enfrentado a Alemania durante la Primera Guerra Mundial y que estarían conformadas ‎por Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos e incluso por la Italia fascista. Aunque no se decía ‎abiertamente, aquella nueva política era una estrategia de contención y de preparación de la ‎guerra contra la Alemania nazi, si fracasaba la contención. ‎
En octubre de 1933, Stalin envía su ministro de Exteriores Litvinov a Estados Unidos para negociar el reconocimiento de ‎la Unión Soviética por parte de Estados Unidos. Litvinov se entrevista con el nuevo presidente ‎estadounidense, Franklin D. Roosevelt, sobre la cuestión de la seguridad colectiva para enfrentar ‎el Japón imperial y la Alemania nazi. Las relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos ‎entran entonces en una fase favorable. Pero en 1934 el Departamento de Estado –donde todos ‎eran, con sólo algunas excepciones, anticomunistas– sabotea el acercamiento que Litvinov y ‎Roosevelt habían iniciado. ‎
Simultáneamente, diplomáticos soviéticas abordaban el tema de la seguridad colectiva con el ‎ministro de Exteriores de Francia, Joseph Paul-Boncour. En 1933 y 1934, Paul-Boncour y su ‎sucesor, Louis Barthou, desarrollaron relaciones más estrechas con la URSS. Aquel acercamiento ‎se explicaba por una razón muy simple: ambos países se sentían amenazados por la Alemania ‎nazi. Pero las muy prometedoras relaciones franco-soviéticas fueron saboteadas por Pierre Laval, ‎sucesor de Barthou, después de la muerte de este último, en octubre de 1934, en el atentado ‎perpetrado en Marsella contra el rey Alejandro I de Yugoslavia. Laval era un anticomunista que ‎prefería un acercamiento a la Alemania nazi y renunció al acercamiento a la URSS y a la política ‎soviética de seguridad colectiva. Laval no era favorable al pacto franco-soviético de ‎asistencia mutua, que fue finalmente firmado en enero de 1936 pero cuya ratificación por la ‎Asamblea Nacional francesa fue deliberadamente retrasada por Laval. Yo acostumbro a llamar ‎ese pacto «el cascarón vacío». ‎
En enero de 1936, cuando Laval fue apartado del poder en Francia, el mal ya estaba hecho. ‎Después de la derrota de Francia ante la Alemania nazi, en 1940, Laval colaboró con los nazis. ‎Condenado a muerte por alta traición, fue fusilado en el otoño de 1945, después de la derrota ‎nazi. ‎
Los diplomáticos soviéticos también tenían conversaciones con Gran Bretaña para tratar de ‎implementar un acercamiento entre los dos países. El objetivo era sentar las bases de una ‎seguridad colectiva frente la Alemania nazi. También en este caso, esa política fue socavada, ‎primeramente por la firma –en junio de 1935– de un acuerdo naval anglo-alemán. Era un acuerdo ‎bilateral que autorizaba el rearme de la marina de guerra alemana. Aquel acuerdo sorprendió a ‎franceses y soviéticos, que lo consideraron una traición británica. A principios de 1936, un nuevo ‎ministro británico de Exteriores, Anthony Eden, puso fin al acercamiento entre británicos y ‎soviéticos usando como pretexto la «propaganda comunista». Los diplomáticos soviéticos ‎habían creído que Anthony Eden era «un amigo». Estaban equivocados. ‎
A cada momento, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña interrumpían las discusiones que ‎parecían prometedoras con la Unión Soviética. Sabiendo lo que hoy sabemos, ¿por qué harían los ‎gobiernos de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña algo en apariencia tan extraño? Porque las ‎élites gubernamentales estadounidenses, francesas y británicas estaban tan fuertemente ‎influenciadas por el anticomunismo y la sovietofobia que no percibían la amenaza nazi. ‎La mayoría de aquellas élites se mostraban más bien complacientes hacia Hitler. Veían ‎el fascismo como un bastión que defendía el capitalismo contra la expansión del comunismo y el ‎desarrollo de la influencia soviética en Europa. ‎
La gran pregunta que se planteaban en los años 1930 era: «¿Quién es nuestro enemigo ‎número 1? ¿La Alemania nazi o la URSS?» Y casi siempre, aunque no en todos los casos, ‎aquellas élites dieron a aquella pregunta la respuesta equivocada. Prefirieron acercarse a la ‎Alemania nazi en vez de optar por la política de seguridad colectiva y asistencia mutua que ‎les proponía la URSS. Los uniformes de cuero, el olor a sudor de decenas de miles de nazis ‎en marcha con sus tambores, estandartes y antorchas tenían un efecto afrodisiaco para las élites ‎inseguras de su propia virilidad y asustadas por el ascenso de la influencia soviética. El estallido de ‎la guerra civil española, en junio de 1936, transformó la política europea en un forcejeo entre ‎la derecha y la izquierda e hizo imposible la asistencia mutua frente a Alemania.‎
El caso de Italia fue particular. El gobierno soviético mantenía con Roma relaciones tolerables, ‎a pesar de que Italia era un país fascista y Rusia un Estado comunista. Italia había luchado del ‎lado de la Entente en la Primera Guerra Mundial y Litvinov quería atraerla a la nueva coalición que ‎estaba tratando de formar. Pero Benito Mussolini tenía ambiciones imperialistas en el este de ‎África, donde inició una guerra de agresión contra Abisinia, el único territorio que nunca había ‎sido colonizado por las potencias europeas. En pocas palabras, la guerra contra Abisinia fue el ‎principio del fin de las esperanzas de Litvinov de tener a Italia de su parte. ‎
En Rumania, los diplomáticos soviéticos registraron varios éxitos iniciales. El ministro rumano ‎de Exteriores, Nicolae Titulescu, era favorable a la seguridad colectiva y trabaja en estrecha ‎colaboración con Litvinov para mejorar las relaciones sovieto-rumanas. A pesar de la hipocresía y ‎de la mala fe de Laval, Titulescu había respaldado a Litvinov cuando este último conversaba ‎con Francia sobre la firma del pacto de asistencia mutua. Titulescu y Litvinov abordaron la ‎cuestión de la asistencia mutua pero las discusiones no llegaron a ningún resultado. Rumania ‎estaba gobernada por dirigentes de extrema derecha que se oponían a mejorar las relaciones ‎con los soviéticos. En agosto de 1936, Titulescu fue excluido de la escena política y obligado a ‎dimitir. A partir de entonces pasó la mayoría de su tiempo en el extranjero, porque temía por ‎su vida en Bucarest. ‎
Al igual que el ministro de Exteriores rumano Titulescu, el presidente de Checoslovaquia, Edvard ‎Benes, era favorable a la seguridad colectiva frente a la amenaza nazi. En mayo de 1935, Benes ‎firmó el pacto de asistencia mutua con la URSS, pero lo modificó para no ir más allá del pacto ‎que Francia había firmado con los soviéticos y que fue saboteado por Laval. Los checoslovacos ‎temían a la Alemania nazi y tenían razones para ello. Pero no establecerían una alianza con la ‎URSS sin el apoyo total de Gran Bretaña y de Francia, apoyo que nunca obtuvieron. ‎
Checoslovaquia y Rumania miraban hacia una potencia como Francia y no irían más allá de los ‎compromisos con la URSS aceptados por ese país. Francia, a su vez, miraba hacia Gran Bretaña. ‎Los británicos desempeñaban entonces un papel esencial, si ellos estaban dispuestos a ‎comprometerse, a aliarse con la URSS, todos lo harían. Sin el compromiso de los británicos, ‎todo se venía abajo. ‎
La Unión Soviética trató también de mejorar sus relaciones con Polonia. Pero los diplomáticos ‎soviéticos tampoco lograron sus objetivos a causa de la firma del pacto de no agresión entre ‎el gobierno polaco y la Alemania nazi, en enero de 1934. Los dirigentes polacos ‎nunca disimularon su deseo de aliarse a la Alemania nazi. Polonia renunció a mejorar sus ‎relaciones con la URSS, obstaculizó constantemente la seguridad colectiva saboteando los ‎intentos soviéticos de crear una alianza antinazi. Peor aún, en 1938, los polacos fueron cómplices ‎cuando los nazis desmembraron de Checoslovaquia, antes de ser ellos mismos víctimas de la ‎agresión nazi, en 1939. Los diplomáticos soviéticos habían advertido en varias ocasiones a sus ‎homólogos polacos que su país corría hacia la catástrofe si no cambiaba de política, que ‎Alemania acabaría volviéndose contra Polonia para acabar con ella. Pero los polacos se reían de ‎aquellas advertencias. Decían que los rusos eran «bárbaros» y que los alemanes eran un pueblo ‎‎«civilizado». Para ellos, la opción entre ambos pueblos era por tanto evidente. ‎
Permítanme ser claro. Los archivos no dejan espacio a dudas. El gobierno soviético ofreció ‎seguridad colectiva y asistencia mutua a Francia, al Reino Unido, a Polonia, a Rumania, a ‎Checoslovaquia e incluso a la Italia fascista. Pero en cada caso, las proposiciones soviéticas ‎fueron rechazadas, incluso con desprecio en el caso de Polonia, gran elemento perturbador en la ‎aplicación de la seguridad colectiva durante el periodo que lleva a la guerra, en 1939. ‎En Estados Unidos, el Departamento de Estado saboteó la mejoría de las relaciones ‎con Moscú. En el otoño de 1936, todas las negociaciones de los soviéticos a favor de una ‎asistencia mutua habían fracasado y la URSS se vio sola. Nadie quiso aliarse con Moscú contra ‎la Alemania nazi. Todas las potencias anteriormente mencionadas negociaron con Berlín para ‎mantener al lobo lejos de sus propias puertas. Checoslovaquia también lo hizo. Dicho o no, ‎la idea era utilizar contra la Unión Soviética las ambiciones de Hitler. ‎
Vino entonces «la traición de Munich», en septiembre de 1938. Gran Bretaña y Francia ‎entregaron Checoslovaquia a Alemania. «Paz a toda costa», declaró Neville Chamberlain, el ‎primer ministro británico. Polonia obtuvo una modesta parte del botín a través de ese acuerdo ‎vergonzoso. Winston Churchill la comparaba a «un chacal». En febrero de 1939, el Manchester Guardian estimaba que Munich consistía en vender a los amigos para comprar al ‎enemigo. Esa descripción es exacta. ‎
Pero en 1939 aún subsistía una última oportunidad de firmar el pacto de asistencia mutua entre el ‎Reino Unido, Francia y la URSS contra la Alemania nazi. Yo suelo a llamar esto «la alianza que ‎nunca existió». En abril de 1939, el gobierno soviético todavía propuso a Francia y ‎Gran Bretaña una alianza militar y política contra la Alemania nazi. Las condiciones para la ‎constitución de aquella alianza fueron presentadas por escrito a París y a Londres. En el otoño ‎de 1930, la guerra ya parecía inevitable. Lo que quedaba de Yugoslavia desapareció en marzo, ‎devorado por el ejército alemán. En aquel mes, Hitler afirmaba que los alemanes poblaban la ‎ciudad de Memel, en Lituania. En abril, un sondeo de Gallup realizado en Gran Bretaña ‎y Francia reveló que gran parte de la población británica y francesa era favorable a una alianza ‎con la Unión Soviética. Churchill, quien era entonces un simple diputado, declaraba en la Cámara ‎de los Comunes que sin la URSS no sería posible defenderse de los alemanes. ‎
Se podría pensar entonces que, lógicamente, los dirigentes británicos y franceses aceptarían ‎de inmediato las propuestas de los soviéticos. Pero no fue eso lo que sucedió. El ministerio ‎de Exteriores británico rechazó la proposición soviética de alianza tripartita. Francia, tuvo que ‎alinearse a regañadientes con la posición británica. Litvinov fue separado de sus funciones como ‎Comisario del Pueblo para las Relaciones Exteriores y ese cargo pasó a manos de Viacheslav M. ‎Molotov, fiel segundo de Stalin. La política soviética se mantuvo sin cambios por un tiempo. ‎En mayo, Molotov envió a Polonia un mensaje donde precisaba que, si aquel país así lo quería, ‎el gobierno soviético le prestaría ayuda en caso de agresión proveniente de Alemania. Por ‎muy increíble que pueda parecer, al día siguiente de haberla recibido los polacos rechazaron la ‎proposición de ayuda proveniente de Moscú.‎
A pesar de la primera negativa de los británicos a aliarse con los soviéticos, las conversaciones ‎con vista a una alianza anglo-franco-soviética continuaron durante el verano de 1933. Pero ‎los británicos fueron sorprendidos negociando al mismo tiempo con los alemanes para iniciar ‎una distensión de último minuto con Hitler. Esa información fue revelada en los diarios británicos ‎a finales de julio, momento en que Gran Bretaña y Francia se disponían a enviar delegaciones ‎militares a Moscú para comprometerse a iniciar la alianza. La noticia provocó un verdadero ‎escandalo en Londres, lo cual hizo dudar a los soviéticos de la buena fe de británicos y ‎franceses. Fue en ese momento cuando Molotov comenzó a interesarse en las proposiciones de ‎acuerdos de los alemanes. ‎
El escándalo iniciado por los periódicos británicos fue el primero de una larga serie. ‎Las delegaciones militares franco-británicas partieron hacia Moscú a bordo de un barco ‎comercial fletado con ese fin y que navegaba muy lentamente, a una velocidad máxima de ‎‎30 nudos. Un responsable del ministerio británico de Exteriores había sugerido embarcar las ‎delegaciones en una flota de cruceros de la Royal Navy, como medio de transmitir un mensaje. ‎El ministro británico de Exteriores, Lord Halifax, estimó que aquella idea era demasiado ‎provocadora y es por eso que las delegaciones de Francia y del Reino Unido partieron a bordo ‎de un barco comercial… que demoró 5 días en llegar a la URSS. En un ‎contexto donde la guerra podía estallar en cualquier momento, 5 días pesaban mucho en la balanza. ‎
‎¿Podía aquella situación ser más grotesca? Sí podía serlo. El jefe negociador británico, almirante ‎Reginald Drax, no estaba autorizado a firmar ningún acuerdo con la parte soviética. Del lado ‎francés, su colega, el general Joseph Doumenc, sólo contaba con una vaga carta ‎del presidente del Consejo de Ministros que lo autorizaba a negociar pero tampoco podía firmar ‎un acuerdo. De hecho, eran representantes de bajo rango. Del lado soviético, por el contrario, ‎estaba el Comisario del Pueblo para la Guerra, dotado de plenos poderes. «Todo indica ‎hasta ahora que los negociadores militares soviéticos están realmente dispuestos a entrar en ‎negocios», informaba el embajador británico en Moscú. Contrariamente a los negociadores ‎militares soviéticos, los británicos tenían órdenes de «ir muy lentamente». Cuando el almirante ‎Drax se reunió con el ministro británico de Exteriores, antes de partir para Moscú, le preguntó ‎sobre «la posibilidad de fracaso» de las negociaciones. «Hubo un silencio breve pero ‎impresionante y el ministro británico de Exteriores señaló entonces que sería preferible alargar las ‎negociaciones por el mayor tiempo posible». Por su parte, el general francés Doumenc resaltó ‎que lo habían enviado a Moscú «con las manos vacías». Ninguno de los dos tenía nada que ‎ofrecer a los negociadores soviéticos. Los británicos podrían enviar a Francia 2 divisiones ‎si estallaba una guerra en Europa. El Ejército Rojo podía movilizar muy rápidamente ‎‎100 divisiones y las fuerzas soviéticas acababan precisamente de vencer a los japoneses luego de ‎duros combates en la frontera de Manchuria. Stalin no podía creer lo que estaba oyendo. ‎‎«Esa gente no es seria», concluyó. Y tenía razón. Los dirigentes franceses y británicos ‎tomaban a Stalin por un tonto, lo cual fue un error. ‎
Después de tanta hipocresía y de tanta mala fe, ¿qué habría hecho usted si hubiese estado ‎en lugar de Stalin o en el lugar de cualquier dirigente ruso? ‎
Veamos, por ejemplo, el caso de los polacos. Sabotearon la diplomacia soviética en Londres, ‎en París, en Bucarest, en Berlín e incluso en Tokio… los polacos sabotearon los esfuerzos de ‎los soviéticos cada vez que tuvieron la oportunidad de hacerlo. Incluso compartieron con Hitler ‎el botín del desmembramiento de Checoslovaquia. En 1939, trataron de descarrilar, en el último ‎minuto, una alianza antinazi que la URSS había firmado.
Sé que todo esto puede parecer increíble, ‎como un giro increíble en una mala novela, pero es la pura realidad. Sin embargo, los polacos ‎se atrevieron a afirmar que los soviéticos los traicionaron a ellos. Estamos ante la zorra que ‎acusa a las gallinas. Los propios dirigentes polacos llevaron su país y su pueblo a la catástrofe. Y ‎hoy nos encontramos nuevamente ante aquella vieja Polonia. El gobierno polaco conmemora el ‎inicio de la Segunda Guerra Mundial invitando las antiguas potencias del Eje a Varsovia. Pero ‎ignora a Rusia y al Ejército Rojo, que liberaron Polonia pagando un alto precio en vidas. Eso es ‎un hecho histórico que los nacionalistas polacos simplemente no quieren oír y se esfuerzan por ‎borrarlo de nuestras memorias. ‎
Después de haber tratado, ¡durante casi 6 años!, de crear en Europa una amplia coalición ‎antinazi –principalmente con Reino Unido y con Francia–, el gobierno soviético se hallaba solo, ‎con las manos vacías. A finales de 1936, la URSS se veía sola. Incluso entonces los diplomáticos ‎soviéticos seguían tratando de obtener un acuerdo con Francia y Gran Bretaña. Los británicos, ‎los franceses, los rumanos, los checoslovacos y sobre todo los polacos habían saboteado, ‎rechazado o esquivado las propuestas y acuerdos planteados por los soviéticos… pero trataron de ‎salvar su propio pellejo poniéndose de acuerdo con Berlín. Era como si con sus comentarios ‎humorísticos y sus sonrisas corteses estuvieran haciéndole un favor a Moscú y a los diplomáticos ‎soviéticos que les hablaban de Mein Kampf y del peligro nazi. El gobierno soviético temía ‎no ser escuchado y verse obligado a luchar sólo contra el ejército de la Alemania nazi mientras ‎que franceses y británicos asistían pasivamente a la lucha desde el oeste. En definitiva, eso fue ‎exactamente lo que hicieron los franceses y los británicos cuando Polonia cayó, a principios de ‎septiembre, en unos pocos días, en manos de los invasores nazis. Si Francia y Gran Bretaña ‎no movían ni un dedo para ayudar a Polonia, ¿acaso lo harían cuando la URSS necesitara ‎ayuda? Esa es la pregunta que seguramente se hicieron Stalin y sus colegas del gobierno ‎soviético. ‎
El pacto germano-soviético, o Pacto Ribbentrop-Molotov, fue resultado del fracaso de casi ‎‎6 años de esfuerzos soviéticos por formar una coalición antinazi con las potencias occidentales. ‎Aquel pacto era impresentable. Fue una especie de “sálvese quién pueda” soviético y contenía ‎una cláusula secreta que preveía la creación de «esferas de influencia» en Europa oriental ‎‎«en caso de modificaciones territoriales y políticas». Pero no era peor que lo que franceses y ‎británicos habían hecho en Munich. «C’est la réponse du berger à la bergère» [2], observó el embajador de Francia en Moscú. El desmembramiento de Checoslovaquia ‎era sólo el preludio de lo que vendría después. Como bien dijo hace tiempo el fallecido ‎historiador británico A. J. P. Taylor: los duros reproches de los occidentales a la URSS ‎‎«provenían de los mismos dirigentes occidentales que habían ido a Munich… En realidad, ‎los rusos sólo hicieron lo que los dirigentes occidentales esperaban haber hecho. La amargura ‎de los occidentales era la amargura de la decepción, mezclada con cólera porque las ‎declaraciones del comunismo no habían sido más sinceras que sus propias declaraciones de ‎democracia [en cuanto a tratar con Hitler].»‎
Siguió entonces un periodo de apaciguamiento soviético hacia la Alemania nazi no menos ‎presentable que la política anglo-francesa de apaciguamiento que le precedió. Stalin cometió ‎entonces un enorme error de cálculo al no tener en cuenta los avisos de su propio servicio de ‎inteligencia militar sobre una invasión nazi contra la URSS. No pensó que Hitler cometería la ‎locura de invadir la Unión Soviética siendo todavía Gran Bretaña una potencia beligerante. ‎‎¡Cuán equivocado estaba! El 22 de junio de 1941, las potencias del Eje invadieron la Unión ‎Soviética con una enorme fuerza militar a todo lo largo de un frente que se extendía desde el ‎Mar Báltico hasta el Mar Negro. ‎
Era el inicio de la Gran Guerra Patria, 1 418 días de la más horrenda e intensa violencia. ‎Gran Bretaña y Estados Unidos finalmente se aliaron a la URSS para combatir la Alemania nazi ‎en lo que se denominó como la alianza de los Tres Grandes (Gran Bretaña, Estados Unidos y ‎la URSS). Francia había desaparecido, aplastada por el ejército alemán en la debacle militar de ‎mayo de 1940. Durante los primeros 3 años de lucha, desde junio de 1941 hasta junio de 1944, ‎el Ejército Rojo luchó prácticamente solo contra el ejército nazi alemán. Aunque Stalin había ‎hecho todo lo posible por evitar que los soviéticos se quedaran solos ante la Alemania de ‎Hitler, finalmente esa fue la situación que tuvo que enfrentar, con el Ejército Rojo luchando ‎prácticamente solo contra la Wehrmacht y las demás potencias del Eje. ‎
Stalingrado marcó el cambio en el curso de la guerra, 16 meses antes del desembarco de los ‎Aliados occidentales en Normandía. Veamos lo que el presidente Roosevelt escribió ‎a Stalin el 4 de febrero de 1943, el día después de la rendición de las últimas fuerzas alemanas ‎en Stalingrado: ‎ ‎
«Como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América, ‎le felicito a usted por la brillante victoria de los ejércitos bajo su mando en Stalingrado. ‎Los 162 días de épica lucha por el control de la ciudad que siempre supo honrar el ‎nombre de usted y el resultado decisivo que todos los estadounidenses celebran hoy ‎serán recordados con orgullo por los pueblos unidos contra el nazismo y sus émulos. ‎Los comandantes y combatientes de sus ejércitos en el frente y los hombres y mujeres ‎que les aportaron su apoyo, en las fábricas y los campos, se unieron, no sólo para que ‎se cubrieran de gloria las divisiones de su país sino también para inspirar, con ‎su ejemplo, a todas las Naciones Unidas a poner todos sus esfuerzos en función de la ‎derrota final y de la rendición incondicional del enemigo común.»‎
Al mismo tiempo, Churchill señalaba a Roosevelt: ‎ ‎
«Oiga, ¿quién está luchando realmente en este momento? ¡Stalin está luchando solo! Y ‎mire usted cómo está luchando…»‎
Sí, en realidad, no deberíamos, ni siquiera hoy, al cabo de los años, olvidar como luchó el ‎Ejército Rojo. ‎
Entre junio de 1941 y septiembre de 1943, no hubo ni una división estadounidense, británica o ‎canadiense luchando en suelo de Europa continental, ¡ni una! La lucha en el norte de África era ‎sólo algo secundario ya que los anglo-americanos se enfrentaron allí a 2 divisiones alemanas ‎mientras que en el frente soviético había más de 200 divisiones alemanas. La campaña italiana, que ‎comenzó en septiembre de 1943 fue un fiasco que paralizó más divisiones aliadas que divisiones ‎alemanas. Cuando los aliados occidentales por fin llegaron a Francia, el ejército de Hitler ya era sólo ‎la sombra de lo que había sido. El ejército alemán ya no era ni remotamente tan poderoso ‎como cuando cruzó las fronteras soviéticas, en junio de 1941. El desembarco de los aliados ‎en Normandía fue un anticlímax, hecho posible únicamente por el Ejército Rojo y no fue ‎en nada la batalla supuestamente «decisiva» de la Segunda Guerra Mundial que hoy ‎nos describen los medios de difusión occidentales. ‎
En la Unión Soviética, los alemanes saquearon, quemaron, asesinaron sistemáticamente y ‎emprendieron un verdadero genocidio contra el pueblo soviético y contra los eslavos, exactamente en la ‎misma medida que contra los judíos. Se estima que [en la Unión Soviética] 17 millones de civiles ‎murieron a manos de los ejércitos nazis y de sus colaboradores ucranianos y bálticos. ‎Diez millones de soldados del Ejército Rojo dieron sus vidas para liberar la Unión Soviética y ‎el este de Europa y hacer retroceder la bestia nazi hasta su madriguera de Berlín. Gran parte del ‎suelo soviético, desde Stalingrado –en el este– hasta el Cáucaso y Sebastopol –en el sur– ‎así como hasta las fronteras de Rumania, de Polonia y de los países bálticos –en el oeste y el norte– ‎quedó arrasado. Los nazis cometieron masacres contra civiles en Oradour-sur-Glane (Francia) o ‎en Lídice (Checoslovaquia), pero en la Unión Soviética, en Bielorrusia y en Ucrania perpetraron ‎cientos de masacres en lugares cuyos nombres ni siquiera conocemos o que sólo aparecen en ‎archivos soviéticos que nadie se ha molestado en investigar, y mucho menos en publicar. ‎Sin importar cuáles sean los pecados, malos manejos u errores que el gobierno soviético pudo ‎haber cometido entre septiembre de 1939 y junio de 1941, lo cierto es que fueron ampliamente ‎expiados con el colosal sacrificio y la victoria de las armas soviéticas ante la Alemania hitleriana. ‎
A la luz de esos hechos, la declaración formulada el 23 de agosto por el primer ministro ‎‎canadiense Justin Trudeau constituye una propaganda anti-rusa motivada por razones políticas ‎que están lejos de ser útiles a los intereses nacionales de Canadá. Trudeau insultó gratuitamente ‎no sólo al gobierno de la Federación Rusa sino también a todos los rusos cuyos padres y abuelos ‎lucharon en la Gran Guerra Patria. Trudeau quiso deslegitimar la naturaleza liberadora de la guerra ‎que libró la URSS contra el invasor hitleriano y de desacreditar así el esfuerzo el sacrificio de los ‎soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial. ‎
La declaración de Trudeau sólo sirve a los intereses de su ministra de Exteriores, de origen ‎ucraniano –la señora Chrystia Freeland–, notoria rusófoba que rinde homenaje a su difunto ‎abuelo, colaborador ucraniano de los nazis en la Polonia ocupada por la Alemania hitleriana. ‎La señora Chrystia Freeland apoya al régimen que se instaló en Kiev como resultado del golpe de Estado ‎violento de Maidan contra el presidente que los ucranianos habían elegido, régimen que contó ‎además con el respaldo de milicias fascistas y con el apoyo extranjero de la Unión Europea y de ‎Estados Unidos. Aunque parezca absurdo, ese régimen celebra los actos cometidos por los ‎cómplices de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, considerados ahora como héroes ‎nacionales. ‎
El primer ministro canadiense necesita desesperadamente que alguien le dé una lección de ‎historia, antes de que vuelva a insultar al pueblo ruso, desacreditando al mismo tiempo los ‎sacrificios de los soldados y de los marinos canadienses que se aliaron a la URSS en la lucha ‎contra el enemigo común. ‎

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