¿Estamos obligados a acoger a los refugiados?
JOSÉ JAVIER ESPARZA
El
propio lenguaje predetermina la respuesta. ¿Cómo no acoger a un
refugiado? Es sorprendente la unanimidad de casi todos los medios de
comunicación occidentales a la hora de escoger las palabras. Quizá las
respuestas diferirían si la pregunta se formulara así: “¿Estamos
obligados a acoger a los inmigrantes ilegales”? Aún más incierto sería
el resultado con esta otra fórmula: “¿Estamos obligados a acoger a los
clandestinos?”. Pero no: se
habla de “refugiados”. Y, claro, ¿cómo no acoger a un refugiado? ¿Quién
tiene tan mala entraña como para no solidarizarse con la desdicha
ajena? Las
obras de misericordia son un imperativo moral que va incluso más allá de
las enseñanzas de la Iglesia católica. Por supuesto que hay que acoger a
los refugiados. Lo que ocurre es que, en el fenómeno migratorio que
estamos viviendo, la moral personal no es la única que tiene derecho a
tomar la palabra. Hay otra dimensión de la moral que es la política,
esto es, lo que afecta a la polis, léase al bien común. Y aquí las cosas
no están tan claras.
La
moral personal y la moral política no son lo mismo. Y esto no es
cinismo ni relativismo, sino una evidencia lógica. La moral personal,
que es individual, y la política, que es colectiva, no son lo mismo
porque las consecuencias de sus actos afectan a ámbitos distintos de la
vida. Por supuesto, una y otra responden a los mismo principios básicos
–por ejemplo, proteger la vida del prójimo-, pero esos principios pueden
aplicarse de manera distinta e incluso contradictoria. Un ejemplo muy
claro de esta diferencia entre moral personal y moral política es el de
esos misioneros que redimen esclavos en al África central. Acuden a los
mercados con un buen montón de dinero y compran la libertad de los
cautivos. Llevan siglos haciéndolo (Cervantes, como es sabido, se
benefició de esta bendita práctica). Es admirable: un tipo abocado al
sufrimiento y la muerte ve de repente cómo vuelve a ser dueño de sí
mismo. Gran obra, la de estos misioneros. Al menos, desde el punto de
vista de la moral personal. Porque ocurre que, desde el punto de vista
de la moral política, tan caritativa práctica despierta muchos
reproches. ¿No ve el misionero que al comprar esclavos está alimentando
el infame negocio? ¿No
ve que el traficante, con ese dinero, irá a buscar más víctimas? ¿No ve
que al liberar a uno está condenando a la esclavitud a otros muchos?
No. O tal vez sí, pero lo que el misionero ve no es la hipótesis de
consecuencias futuras, sino al sujeto de carne y hueso al que ha
devuelto la libertad. Es la moral personal. Y se ajusta a razón. El
político le objetará que con ese bien está causando males mayores. Es la
moral política. Y también se ajusta a razón. Una y otra, aunque
contradictorias, son verdad. Cada cual en su propio plano.
Naturalmente,
la moral personal y la moral política no son incompatibles. Incluso son
complementarias. Es perfectamente factible satisfacer los imperativos
de una –por ejemplo, hacer lo posible para redimir esclavos- y al mismo
tiempo perseguir los objetivos de la otra –por ejemplo, erradicar el
comercio esclavista-. El principio moral es el mismo: extirpar la
esclavitud. Las vías para alcanzarlo son diferentes. Eso es todo.
Debate cero
Lo
que está ocurriendo con esta crisis de los “refugiados sirios”
–llamémosla así, aunque todos sabemos que ni todos son refugiados ni
todos son sirios- es un perfecto ejemplo de divergencia entre moral
personal y moral política. La moral personal nos obliga, y es bueno que
así sea, a atender a esa gente que huye, sacarla del mar, darle cobijo,
comida, medicinas… Por supuesto. Pero la moral política nos dice que
esta acogida indiscriminada puede ser una catástrofe. Porque va a
generar nuevos flujos de inmigrantes a los que ya no podremos recibir
con la misma soltura, porque va a ocasionar en las sociedades de acogida
problemas de integración perfectamente previsibles, porque entre la ola
de refugiados se ha camuflado una porción no desdeñable de yihadistas,
porque con nuestra generosidad estamos contribuyendo a privar a otros
países de su propia población… Son
cosas que al ciudadano privado, a la persona singular, pueden
resultarle indiferentes, pero que el responsable público se tiene que
plantear. Esa es justamente su obligación. Porque son tan verdad como la necesidad de socorro por razones humanitarias.
Precisamente
lo que se echa de menos en el actual debate público sobre esta crisis, y
en España de manera muy singular, es que alguien ponga sobre la mesa
las consideraciones de carácter moral-político. O eres partidario de
acoger al mayor número posible de refugiados, darles casa y trabajo o,
aún mejor, una pensión vitalicia, o eres un desalmado que sólo merece
las penas del infierno. Los medios de comunicación, en su inmensa
mayoría, se han lanzado a una indecente apología de la lágrima que llega
incluso al obsceno extremo de ocultar cosas como la detención de
yihadistas camuflados (del mismo modo, por cierto, que en su día se
ocultaron las violaciones en la Plaza Tahrir de El Cairo durante la
“primavera árabe”). Pero es que también los políticos, en perpetua
efervescencia electoral, se han sumado al coro prodigando las
exhibiciones de buenos sentimientos y humanitarios afanes, abriendo una
deplorable puja por ver quién es más “solidario”. Nadie parece
preguntarse por las consecuencias de todo esto a medio plazo.
Cuidado
con los sentimientos humanitarios cuando vienen en boca de quienes
deberían tener en cuenta también otros criterios. Muchos de los que
ahora apelan a la acogida masiva de refugiados son los mismos que ayer
llamaban a la acción contra los tiranos Bachar al-Assad o Gadafi; los
mismos que jalearon unas guerras simplemente calamitosas; los mismos,
en definitiva, que han creado la actual crisis y provocado más dolor que
el que denunciaban. Eran voces que tronaban con el argumentario de la
moral personal y que desdeñaban como ofensiva cualquier consideración
de moral política.
El camino del infierno, como es sabido, está empedrado de buenas intenciones.
|
Comentarios
Publicar un comentario