LA COMPRA DE LA REPÚBLICA
Gog es el título de un libro de Giovanni Papini del que entresaco esta breve narración.
Con independencia de sus simpatías por el fascismo italiano, esta narración parece un anticipo de lo que estamos viviendo en estos momentos en varios países europeo. Al fin y al cabo, Monarquía o República pueden ser compradas con dinero.
LA COMPRA DE LA REPÚBLICA
Nueva York, 22 marzo
Este mes he comprado una República. Capricho costoso y que no tendrá imitadores. Era
un deseo que tenía desde hacía mucho tiempo y he querido librarme de él. Me imaginaba que
el ser dueño de un país daba más gusto.
La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días. El presidente tenía el
agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de clientes suyos, era un peligro. Las cajas de
la República estaban vacías; crear nuevos impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento
de todo el clan que se hallaba en el poder, tal vez de una revolución. Había ya un general que
armaba bandas de regulares y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
Un agente americano que se hallaba en el lugar me avisó. El ministro de Hacienda
corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de
dólares a la República, y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios
unos emolumentos dobles de aquellos que recibían del Estado. Me han dado en garantía -sin
que el pueblo lo sepa- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros
han firmado un covenant secreto que me concede prácticamente el control sobre la vida de la
República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad,
el dueño casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una subvención, bastante
crecida, para la renovación del material del ejército, y me he asegurado, en cambio, nuevos
privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las Cámaras continúan legislando, en
apariencia libremente los ciudadanos continúan imaginándose que la República es autónoma e
independiente y que de su voluntad depende el curso de las cosas. No saben que todo cuanto
se imaginan poseer -vida, bienes, derechos civiles- depende en última instancia de un
extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el
aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrados. Podría, si me pluguiese,
revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar así al Gobierno,
obligar al país que tengo bajo mi mano a declarar la guerra a una de las Repúblicas
colindantes. Esta potencia oculta e ilimitada me ha hecho pasar algunas horas agradables.
Sufrir todos los fastidios y la servidumbre de la comedia política es una fatiga bestial; pero ser
el titiritero que detrás del telón puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches
obedientes a su movimiento, es una voluptuosidad única. Mi desprecio de los hombres
encuentra un sabroso alimento y mil confirmaciones.
Yo no soy más que el rey incógnito de una pequeña República en desorden, pero la
facilidad con que he conseguido dominarla y el evidente interés de todos los iniciados en
conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y tal vez más vastas e importantes
que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una dependencia análoga de soberanos
extranjeros. Siendo necesario más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo
dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de
capitalistas o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son gobernados por pequeños
comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que
continúan recitando con naturalidad el papel de jefes legítimos.
Con independencia de sus simpatías por el fascismo italiano, esta narración parece un anticipo de lo que estamos viviendo en estos momentos en varios países europeo. Al fin y al cabo, Monarquía o República pueden ser compradas con dinero.
LA COMPRA DE LA REPÚBLICA
Nueva York, 22 marzo
Este mes he comprado una República. Capricho costoso y que no tendrá imitadores. Era
un deseo que tenía desde hacía mucho tiempo y he querido librarme de él. Me imaginaba que
el ser dueño de un país daba más gusto.
La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días. El presidente tenía el
agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de clientes suyos, era un peligro. Las cajas de
la República estaban vacías; crear nuevos impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento
de todo el clan que se hallaba en el poder, tal vez de una revolución. Había ya un general que
armaba bandas de regulares y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
Un agente americano que se hallaba en el lugar me avisó. El ministro de Hacienda
corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de
dólares a la República, y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios
unos emolumentos dobles de aquellos que recibían del Estado. Me han dado en garantía -sin
que el pueblo lo sepa- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros
han firmado un covenant secreto que me concede prácticamente el control sobre la vida de la
República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad,
el dueño casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una subvención, bastante
crecida, para la renovación del material del ejército, y me he asegurado, en cambio, nuevos
privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las Cámaras continúan legislando, en
apariencia libremente los ciudadanos continúan imaginándose que la República es autónoma e
independiente y que de su voluntad depende el curso de las cosas. No saben que todo cuanto
se imaginan poseer -vida, bienes, derechos civiles- depende en última instancia de un
extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el
aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrados. Podría, si me pluguiese,
revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar así al Gobierno,
obligar al país que tengo bajo mi mano a declarar la guerra a una de las Repúblicas
colindantes. Esta potencia oculta e ilimitada me ha hecho pasar algunas horas agradables.
Sufrir todos los fastidios y la servidumbre de la comedia política es una fatiga bestial; pero ser
el titiritero que detrás del telón puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches
obedientes a su movimiento, es una voluptuosidad única. Mi desprecio de los hombres
encuentra un sabroso alimento y mil confirmaciones.
Yo no soy más que el rey incógnito de una pequeña República en desorden, pero la
facilidad con que he conseguido dominarla y el evidente interés de todos los iniciados en
conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y tal vez más vastas e importantes
que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una dependencia análoga de soberanos
extranjeros. Siendo necesario más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo
dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de
capitalistas o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son gobernados por pequeños
comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que
continúan recitando con naturalidad el papel de jefes legítimos.
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